Domingo de Lloro

Estoy quemado, mentalmente quemado. El tocadiscos de mi cerebro toca la misma pieza, y cuando empieza el llamado ‘grito desesperado’, se crea un bucle donde tooodo es repetitivo; desde las añoranzas de ver el amanecer en una montaña, hasta la conversación en la terraza que nunca se ha dado.

Apodado por mí, como el lapsus temporal más largo, acudo a mis memorias sanas, con esfuerzo, a tratar de atar cabos sueltos. Estoy revuelto como el huevo del desayuno en la mañana. Estoy envuelto en situaciones simples pero agotadoras... ¿Y ahora? ¿Qué sigue? ¿Mudarme al lado de la esquina donde gira mi despido tempestivo de aquel recuerdo? 

Yo ya no llego a un acuerdo conmigo mismo en estas instancias, y bajo este traje de pesadumbre. Tengo que (y temo que), ejecutaré una modificación forzada, a mi lenguaje invisible, para que el tipo del espejo se mire más calmado. 

Estoy cuerdo, pues aún conservo los buenos tratos hacia los que no compaginan en mis páginas de lamentos y cosas raras, como líneas y círculos que para otros son extremadamente indescifrables.

Pero qué si yo viajo contento con esos lienzos y rayones detrás de la pasta del cuaderno. Y qué si me fajo con pensamientos interaccionistas de mis conversaciones con la Dama de Acero.

La quiero y no la pienso soltar, pues es la musa del lamento, pues del lamento vivo, si no, no escribo.

Quebré el puente de papel, y el agua del charco rebotó en sus cabelleras. Yo ya odiaba verla como nube gris, incierta. ¡Despierta, despierta! Ha llegado el momento de palpar lo que no has dicho. Amé el silencio de tus gritos, y el grito de tus silencios. Pero ahora, me guardo en una cama, esperanzado en vivir para servirte en cuadros y líneas que se lean, que rimen, que prometan, que cumplan, y se entrometan en el sendero de lo que tú dejaste libre.  

El Poetólogo

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