Inercia
“Algo dentro de mí murió aquel día”. Suspiré.
Miré al cielo y estaba estrellado - como yo - estresado, agotado, embriagado, pero de penurias.
Amargado, como un café cargado; destrozado, como camión sin el botín (blindado).
Y sí, nuevamente suspiré, como el polvo de ese café. Mi amargura terminó cuando dormí, y como con una armadura sobre mi templo me sentí cuando desperté.
Fue aterrador velar por el amor de una bisagra, que me abría todas las puertas de un corazón magnánimo.
Y el camino pedregoso volvió a ser pedregoso, y el destino mío inventado, se languideció.
Fui necio con la pugna del poder de aquella proclividad; y en la navidad de mis primeros besos dejé toda el alma con pesares, hasta que regresó, con muchos más.
Detrás, a mis espaldas, cargo una espada, que gustaría me fuera mía, amada, pero no; es horriblemente, entre comillas, «idolatrada».
Ya no existen los sollozos, pues los gritos son más rimbombantes. Antes, yo corría por los senderos de esa conciencia bella, y allí mismo descansaba.
Hoy soy mil y un piedras no recogidas, pues algo dentro de mí murió aquel día.
Tengo miedo al éxito de las enseñanzas constantes sobre errores del querer, pero me arriesgo aunque suela pensar en lo sinceras que siguen siendo las miradas.
Me duele hasta la risa que suelto en momentos cálidos, y me aterra el no poder entregarte otras ochocientas palabras.
Si quieres hablamos de actos, y para ser exacto, soy el bolígrafo que pasó a limpio los borradores con discrepancias. Y aunque no me marché como los progenitores machos de las selvas de hoy en día, sigo esperando se caiga una estrella sobre otra y haga más luz de la que ya brindaste en mis sequías.
Tiro las hojas que recogí del árbol de mis alegrías, ya no soy continuo, ni poco ingenuo, sino más.
Tuve que acostumbrarme a esta nueva "anormalidad", y es que, en realidad, estoy teniendo pesadillas como las que solía tener cuando no se me concedían los deseos ni aunque me pusiese de rodillas.
Ahora visito, no sé hasta cuándo, cada una de las colegiatas en donde implantamos la fe de nuestro idilio. Y en sigilo, y en vigilia, vigilo que la llama de la última vela ya no arda tanto, y que ni el tiempo duela lo que aún duele.
El Poetólogo
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