A una vieja conocida...

Le consulté al Ídolo de las Alturas, a ver cuánto me dura este fervor...

Fue allí que persuadí hacia un favor, y le pedí magia, mientras el corazón mío destilaba lágrimas en hemorragia.

Yo siempre he llevado tatuada una manía, llamada “nunca alcanzar lo que, sin titubeos, alcanzaría”...

Le debo al cielo varios suspiros, y, con la mísera ilusión de confiar en lo improbable, estoy al día.

Cuento mi propia leyenda sobre acontecimientos que me tapizaron el alma hasta dejarme sin aliento.

Recuerdo haber estado entre enfrentamientos constantes a medida que el árbol se hacía hercúleo... y yo, pintando al óleo paisajes borrosos por la pena de mis ojos llorosos, la soledad siempre me consentía...

Hasta que trastabillé e imaginé que los cielos surcaba con espadas; me creí un guerrero de la Antigua Grecia pero con sus plazas inundadas.

Eso, cuando vi a la paloma mensajera llegar hasta mi ventana, y en el manifiesto una aventura sin igual, descrita y muy bien contada.

Me ilusioné, como se ilusionan las aves con el viento a su favor. Construí algo bonito que parecía la caída de una tarde con su resplandor.

Hasta me creía el más afamado pintor, pero la pintura se escaseó y con las yemas de mis dedos pude tocarte, sin embargo no bastó.

Apelé al sentido común, como el de algún científico; pero encontré razones para seguir estando desamparado, dentro de un episodio terrorífico.

Y lo certifico, el suplicio de perderse a uno mismo, hace que todo sepa a nada, como el aire, como el agua, para ser más específico.

Me la paso haciendo jeroglíficos, ya que serte claro, ha sido una pérdida de tiempo que mejor ni te explico.

Te miraba y te hacía genuflexión, mientras tenía mis momentos de reflexión. Fuiste y sigues siendo deseo, sin insinuación. 

Miro al cielo, y a las nubes les pido perdón, y con razón, el corazón no con cualquiera late, eso lo saben hasta los habitantes de Plutón...

Vivo en la sordidez, desde que te fuiste aquella vez; y mientras me llega la vejez, nunca pienso en que seguir pensando en ti sea la mayor estupidez.

Que la Luna haga de juez, y que mire cómo me rindo a tus pies; no te olvido, es que eres como todos los recuerdos de mi niñez.

Fue entonces que yo aprendí a guardar reposo, como el oso hormiguero después de esa búsqueda insaciable de alimento. Y yo, no contento con el exceso de mutismo, a mí mismo me condené a evocarte de nuevo.

En mis neuronas desgastándose te llevo, como la primeriza gestante, acariciando a cada instante su abdomen empachado.

Y vuelvo y me rehago, como edificio destruido; desmoronado casi siempre, pues así es el estar enamorado. 

Las memorias duelen aunque sean como de papel tapizado; pues, yo seguiré profesando el amor leal, pues leal es como siempre me promociono, me promuevo.


El Poetólogo


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